29.7.10

delirium tremens


Esto ya valió madre. Lo digo sin profecía, sin teorías complejas y sin psicoanálisis. Simplemente vale madres. El valer madres es un acto sin moral, doblemente entendido y triplemente vivido. Es un acto espontáneo, de sinceridad poco dudosa. Uno vale madres con la espontaneidad con la que puede caer muerto ante los pies de una vaca o ahogado en un canal de agua de riego. Y por sentido común (previendo estas espontaneidades tan humanas) debería no extrañarnos que la gente ame desarrollar su espontanedidad de esa manera, digamos, tan desnuda. Si hicieramos caso al sentido común -comprendiendo nuestra especie como un fenómeno meramente espontáneo, desde el alumbramiento que nadie niega como un acto dotado de espontaneidad hasta una muerte más místicamente ligada a ella - apreciaríamos muchas verdades naturales de la vida como un accidente en una pieza musical, o como un reflejo involuntario sobre el agua. Es decir, como un algo que se diluye en otro algo más grande, pero que no dejan de ser la misma cosa. Valer madres viene a ser precisamente eso, pero sin el precisamente.

Vale madres, insisto, porque resutó ser punto y aparte donde se suponía iba un pinche punto en el guión. No se me culpe de hipócrita ni de pesimista. Digo valió madres sin hacer un juicio al respecto. No se puede contra lo que no se puede, dijo Rulfo, afortunadamente, antes de que alguien tuviera la ocurrencia de decir "vale madres lo que vale madres", o "cuando vale madres, vale madres". Resultó que el prospecto a punto y seguido (incluso punto y coma) en mi vida vino a ser poco más que un salto de párrafo que me entrega una nada enorme, una nada que se extiende - literalmente - hasta donde no puedo verla. Punto y aparte con mi horario. Punto y aparte con la gente que conozco. Punto y aparte con mis territorios. Punto y aparte con mi sartén por el mango.

Aprecio a quienes han convertido de la espontaneidad una religión, pues he aquí la llegada de ese momento en la vida de cada ser en que debe ser espontáneo. Salvo ciertos clichés de la espontaneidad, hay unos que realmente me maravillan día a día, por ejemplo, el chico sin calcetas sentado en la barda del segundo piso de arquitectura. Son actos que se envidian como se le envidia a alguien haber cogido el último hielo de la hielera. Simple e inevitablemente. Y ahora qué, es la pregunta que tiene a bien rondarme como mosquito. Ojalá también chupara la sangre y, cuando menos, tendría una pista de dónde nace la comezón. Pero les diré ahora qué: ahora viene un juego de todo-o-nada en el que, valga la redundancia, vale madres qué es todo y qué es nada: ignoro ambos.

Nadie se salva de ser uno mismo contra su voluntad. Me explico: nadie te salva de ser tu cuando ya te aburriste de tí mismo. A ratos te sube la adrenalina pero tampoco te libras de que algo llegue y te regrese de un manotazo a la tierra. El punto es que nadie se libra de ser él mismo o ella misma. Y nadie se libra de esa soledad que implica no soportarse y no tener otro con quien dialogar; es peor que cuando llevas a un compañero de viaje que te fastidia, porque en este caso el viaje no tiene próxima estación y mucho menos intermedio.

Te dan ganas de gritarle a ese alguien a quien siempre quieres gritarle "bueno, quién escribió esta pendejada?" y el espejo se encarga del resto. Cruel cosa el espejo, te desarma mudo y sin necesidad de defenderse. Si los dioses hubieran tenido espejos lo más probable es que nunca se hubieran sentido tan buenos como para aventarse una humanidad y un mundo de acá abajo. Pero como buenos sabios que son dejaron arriba la ceguera y abajo los espejos. Un espejo es también el hacedor por excelencia de los valemadrismos. Desde un chupetón hasta un barro, es la sentencia de un juez que no juzga y al que nadie apela nada. En otras palabras, se la pelan. El que no haya dicho - o cuando menos, pensado - "vale madres" ante el espejo, que arroje la primera piedra.

Por lo pronto mi piedra cayó muy lejos, en el párrafo de abajo en este folleto que es mi existencia. Mi existencia tan triste disfrazada de una existencia de verdad. Después de todo, quizá podemos aprovechar el cambio de escenario para hacer un cambio de vestuario e incluso - cómo dudarlo -, un cambio de obra. Todo antes de que, eventualmente, vuelva a valer madres.

papillon

tu as ouvert la fenêtre
ils ont volé, nos yeux
ils ont été effondrés par les ciels
et ils ont laissé la sang en couvrant l'espace

jusqu'à la millieu des champs
on arriverai sans air dans la poitrine
nous nous embrasserons en séche
jusque revenir en poussière

l'air n'a pas été tel seul comme le jour
que l'eau s'est gelé dans le coeur de la mer;
le poison du glace grondit avec une électrification
magnifique, magnetique, magnifique

la lune réclama un mort

6.7.10

XXe ciel


Estoy cerca, dijo, ya puedo aguantar casi cualquiercosa. Dejé los alfileres en el agua mientras le daba la razón. Le aseguré que era cuestión de meses, quizá semanas, antes de que fuera capaz de volver sin consecuencias desastrosas. Saqué de la estuchera un cigarrillo maltratado y lo encendí con cuidado. Olía a viejo, pero al menos disfrazaba el olor aséptico que hacía muchos años me acompañaba por todos lados. En algún momento alguien me dijo cómo podía desprender ese olor que se aferraba tan fuerte a mi cabello y a mi ropa, pero terminé por olvidarlo, como casi todo lo que pasó antes de la oscuridad.

Le cobré lo de costumbre y me entregó entre los habituales frascos y paquetes de tierra púrpura uno de sus pequeños aretes. No puedo esperar semanas para hacer esto, me dijo, voy a intentarlo hoy, pase lo que pase. Le intenté advertir que no estaba todavía lo suficientemente elemental como para atravesar ese frío tan intenso, pero no me escuchó. Podría intentar doblarte las dosis de morfina, le ofrecí, y estarías preparada en menos tiempo. Negaba con la cabeza mientras se vendaba el pecho y las muñecas. Sólo quiero pedirte que tengas listo todo, del resto me encargo yo. Y si no regreso, quiero que lo coloques con el de mi hermana, dijo señalando el arete.

Reemplacé la lámpara de luz roja por la azul cuando ella terminó de vestirse y fue totalmente visible para mi. Me quedé pensando en lo que pudo haber salido tan mal la última vez, repasé todos los elementos que había en el juego: la luz, la droga, el tiempo, la manera de inyectarse fuera del domo de sólido granito. Ella no estaba viva. Bueno, no estaba estrictamente viva. Entonces ¿de qué manera explicar que sí fuera visible bajo la luz granate? Y además, estaba la cuestión de que su cuerpo también pertenecía de vez en cuando a esta dimensión. Cada vez menos, es verdad, pero lo suficiente para que yo sintiera frío cada vez que me acercaba, un frío húmedo, mercuroso. En los pocos ratos en que lograba concentrarse, podía volver a ser una sombra por escasos segundos, antes de volver agotada y fuera de sí, dando la impresión de haberse ahogado.

No obsante, lo intentaría y no era necesario que me dijera por qué. Tuvo especial cuidado en conocer todos los pormenores de la transmutación, y conocía el secreto de los años lunares cuando se conjugan con los solares. Si no era hoy, lo más probable es que tuviera que esperar mucho tiempo más, posiblemente varios siglos después de que yo hubiera abandonado el mundo, y no podría estar a la espera de otro que fuera capaz de prepararla. Hemos habido unos pocos en toda la historia capaces tan sólo de verlos, menos aún de prepararlos. Antes, les llamaron profetas, pero hoy...

... hoy fuiste más sombra que antes, le susurré, lo vas a lograr. Y nunca como en ese momento estuvo en mi consciente la idea de que, resultase o no, ella no podría volver. La idea estaba de manera vaga, pero me atravesó agudamente de repente. Con un golpe tiré la lámpara azul y coloqué la granate. Le dije que se quitara las vendas y la ropa. Ella me observó con un poco de temor, pero no dudó en hacerlo. Se demoró quitándose la venda del torso, hasta que sus alas fueron totalmente libres y las extendió completamente. Me perdí en la rosa de los vientos tatuada en la parte baja de su espalda. Las alas eran del mismo color negro de su cabello y sus ojos, contrastando violentamente con su piel, llena de las cicatrices producidas por esquirlas de hielo y metal. Llévame. No tengo nada que perder, vivo encerrado en este sarcófago de concreto y hierro. Soy una lamprea de la vida. Llévame. Me observaba con una tristeza indescriptible, incluso tratándose de ella mientras yo seguía implorando. Ya no hay nada para mí entre máquinas que intentan simular el día y la noche, y los sueros químicamente semejantes a las sustancias naturales. Mírame, ya estoy muerto (ya estamos muertos, todos), es sólo que me estorba este cuerpo.

El frío de su piel me llenó los poros y me hizo tiritar mientras respiraba esa exhalación que era su aliento. Quise beber su piel, su helado tacto que se hacía una película sobre mis sentidos. Las alas tan hechas para el vuelo, tan fuera de lugar aquí, en medio de monitores y máquinas idiotas que nos sirvieron de ceguera tantos años. Me envolvió con las alas y permanecimos así varias horas, hasta que se fue haciendo tiempo de preparar todo. Quise morir de frío, y a ratos parecía empezar a lograrlo, mientras el letargo me ensombrecía la mirada y me adormilaba los dedos, extendiéndose poco a poco hacia el pecho. Cuando fue momento, me besó apenas en la comisura de los labios y me dijo que era hora.

Hicimos todo con la precisión de un condenado a muerte, cada cosa con su rito propio. La jeringa hipodérmica, la luz, la despedida artificialmente sencilla. Todo. Cuando llegó el momento en que debía apagar todas las luces, las cosas metálicas sobre los anaqueles adquirieron un resplandor violáceo muy tenue, que creí imaginar hasta que alcanzó a bastar para ver lo que estaba sucediendo. Lo último que vi fueron de nuevo sus alas, extendiéndose con una fuerza monumental, resistiéndose al aire, al éter, al agua, al fuego, a todo junto, unas alas capaces de volar hasta después de su desaparición. Su belleza detenida, mantenida imperturbable, misteriosa e impenetrable hasta el fin.

Entonces comenzó a sonar su voz, pero no desde su pecho, sino desde el aire que también se volvia parte de ella. Sólo cuando su aliento hizo ralentizar mi sangre y sentí al corazón deteniéndose por culpa del hielo, comprendí que me estaba invitando. Quise llorar en ese momento, pero la primera lágrima se cristalizó en mis ojos. En ese momento, dejé de resistirme al frío y en algún momento empecé a sentir unas alas que no eran las de ella.