28.6.11

deriva




bajo la arena, bajo tus dedos

bajo los símbolos de tu desnudez,
bajo la azul llama que lame paredes
abrazadas con el viento,
que vibra las pupilas de la noche
en su negro, negro retorno;

en los mapas de raíces de acero,
en la huella jadeante del monzón
que tanto, que tanto
ha quemado nuestros rastros

allí, tan fuera de tu bóveda
es que escogí la guarida
de esta niebla vespertina
de estos insectos
que reptan las aguas

que se engullen con un gusto
de profetas perseguidos
o de angustia bicéfala

allá las alas en sus cajas
de cedro y piedras ciegas
allá tu aliento, tu huida
en mediodía, tu salvación
tu metamorfosis, tu colmillo, tu voz
tu lento retorno a las edades del tiempo

aquí, aquí en las arenas removidas
en las aguas que se suceden
con lujuria, con fieras al ras de la tierra
con ojos y boca y lengua y crines
bordeando la sombra sin luz

aquí se inunda el mismo suelo
mientras el viento monzón le arranca
las escamas.

aquí la tormenta calla
porque no hay oídos,
porque
aquí quien más calla eres tu.

19.6.11

2. Nachtschatten


Se sentó sobre una roca, con el río a sus pies. El agua fría calmó un poco sus cansados músculos y tuvo una sensación parecida a la paz. En el camino se cruzó con algunos cortesanos que se dirigían a donde ya sabía. Sin duda ella tenía un llamado poderoso, que traspasaba fronteras. No demoró su viaje y en menos de media luna estaba ya cerca de la naciente del río.

En el camino se encontró con un brujo anciano. Era brujo y nunca pudo convertirse en sabio. Tenía talento, indudablemente, pero su forma de vida tan disoluta lo mantuvo alejado de otra cosa que no fuera un poco la magia cotidiana. Algunas canciones, leyendas, poemas y sobre todo historias componían su manera muy particular de enfrentarse a los demonios propios y ajenos. Ambos parecían no tener rumbo y por ello resultó casi obvio seguir juntos en el camino. Cuando el brujo supo la historia del Lobo rió un poco con esa voz de tenor que acompañaba a sus más sentidos consejos y algo le dijo en el oído sobre el destino y cosas peores.

El brujo dormía envuelto en su gruesa piel de oso en esos momentos y el invierno parecía quedarse dormido también, a ratos, entre estertores. Lobo se echó a andar entre las largos huesos del bosque con la esperanza de encontrar algo para comer y algo para encender fuego. Cuando volvió donde el brujo, este ya hablaba animadamente con un pequeño armiño con el pelo extraordinariamente largo.

No supo qué le impresionó del armiño, pero pronto se dio cuenta que era su voz. Era la voz que uno esperaría que tuviera la madera de un cedro, si estos hablaran; o la que probablemente tendría la niebla de otoño. Casi podía sentirse el espeso de esa voz, dijera lo que dijera. Cuando el brujo se percató de la llegada del Lobo, ambos lo vieron con mirada cómplice y lo invitaron a estar con ellos.

El armiño era, según el brujo, otro ser animado por una suerte de destino. Lo único que no toleraba era que le recordaran que era un armiño. Hablaron largo y tendido de cosas que Lobo no entendía y de un pasado que bien podría pertenecer a otra vida. En todo caso Lobo se alejó poco a poco mientras el sol meridiano seguía su carrera hasta acostarse entre los picos de la lejanía y al final se dedicó a lo que había abandonado desde su salida. Aprestó los lápices y los frascos de tinta, y extendió los caminos de piedra desde las plantas de sus pies desnudos hasta sus manos, como si el camino tomara posesión de su cuerpo. Poco a poco las sombras más sutiles empezaron a tornarse violentas e incluso ferales. Cientos de ojos comenzaron a poblar el papel y al cabo -no supo él en qué momento- invadieron el aire respirable, y los ruidos y hasta el frío. Hubiera querido gritar, pero lo mantuvo alerta la necesidad de excavar la profundidad de un negro que no podía ser más obscuro.

Se detuvo en seco cuando encontró la mirada que lo acechaba, desde las sombras de una saliente de roca. Era el armiño enroscado en sí mismo. Lobo no se dio cuenta que el tiempo había arrastrado a la luna ya a su cenit y hasta ese momento sintió el dolor en su espalda y el ardor en los ojos. El armiño se acercó sin decir palabra y restregó su piel contra las cicatrices del Lobo. Esa noche, como cuando estaba vivo, Lobo soñó.

En sueños volvía el otoño completamente desnudo y con su suave sudor de temprana muerte. Él incluso volvía a ser él, y bajo su piel la corriente lo guiaba como una brújula líquida. Soñó una vida entera que se deshiló durante la breve hipnosis de la noche. Cuando volvió en si, tuvo mucha sed. Bebió hasta terminarse el río, pero siguió sintiendo una aridez salina que no pudo consolar con frutos ni con la nieve acumulada al pie de los árboles. Sólo la lluvia tuvo piedad de él y empapó su cuerpo y su alma. Era hora, se dijo, de continuar. El armiño desapareció sin dejar otra huella que su olor maderado. Las últimas estrellas matutinas se fundieron sobre el horizonte al tiempo que cerraba las correas del cuaderno y se marchaba, de nuevo sin mirar atrás.

18.6.11

líquido

Te lo ganaste a pulso, lobo. Todo por pensar que sabes lo que quieres. No, de hecho es peor: sabes perfectamente qué es lo que quieres. Si no lo supieras, te darías por bien servido con algún accidente afortunado del destino, pero no cejarás hasta que suceda pieza por pieza el complejo puzzle que tienes en mente. Tienes las manos enredadas con los hilos de tu títere. Un pequeño títere peludo de ojos grandes. Por lo pronto tienes fastidiado el asunto por donde lo quieras -o puedas- ver: El cadáver exquisito dejó ir el vino nuevo por una coladera. El viejo sabino va a dar marcha atrás a otro invierno; la manzana del árbol de la Sabiduría tiene más gusanos que nunca y, por si fuera poco, en lugar de ser sombra terminaste por ser una suerte de vapor. Also spracht Zaratustra, sí, pero al final de poco le sirvió para lo que tú buscas. Bienvenido, lobo. Trae una botella, anda. La traería yo, pero soy tu conciencia y tu fe aún no mueve montañas, ni siquiera botellitas. Ni siquiera nuestra fe, junta. No eres el primero en caer en esta trampa autoinducida, también cayó aquel otro, pero con los agravantes de que sí sabía escribir y dibujar. Y tu, querido lobo, vas mediocre en todo. Incluso en tu propio suicidio.

12.6.11

1. Schweigen


Fue cuando las aves declinaron las alas contra el viento y el agua se cristalizó en las venas de la tierra. Incluso los olores quedaron bajo un delgado manto de cristal. La música murió de congelamiento. En los pianos, las cuerdas se volvieron finos cristales que cedieron sus últimos alientos en voz de grito. Fue un beso aquel invierno. Uno tan sensual como sólo la muerte puede provocarlos.

Fue, en realidad, el invierno quien todo lo comenzó.

Ambos eran jóvenes, lo suficiente para nadar en el lago helado o hacer cabalgatas nocturnas sin graves consecuencias. Pero incluso ellos tuvieron que retroceder poco a poco ante las uñas del hielo. El frío, el silencio, y la humedad comenzaron a engendrar silenciosas cicatrices en ellos. El hielo y la nieve bloquearon las ventanas hasta sumir todo en una oscuridad casi completa, apenas arañada por velas intermitentes. El aroma de la muerte se introdujo por las venas de ambos, de una forma suave, como entra el sueño en las noches largas.

Los ojos de él empezaron a desacostumbrarse a la luz y, en cambio, acostumbró sus manos a la oscuridad. Lo que no veía con sus ojos lo escribía con las manos. Apoyado de una vela, papel y tinta empezó a extender el territorio de sus sueños a una intricada geografía de cuadernos, palabras y signos que casi respiraban. Su propia voz quedaba escondida entre las hojas y poco a poco dejó de hablar. En cierta medida, estaba dibujando una prisión desde dentro, donde era más fácil estar que en el exterior. Al cabo la locura le trazó líneas en la espalda, en la mirada y un mapa lunar en el pecho.

A lo lejos, las ventiscas sólo traían consigo algunos aullidos desesperados, única evidencia de una luna que debía existir arriba, más allá de los grises fantasmas celestes. Las voces lobunas fueron poblando las páginas de sus dibujos y comenzó a soñar desenfrenadamente con una hermandad tácita, primitiva y real.

Comenzó una compleja metamorfosis. No se trataba de licantropía, sino de antropolicandría. El lobo que se humaniza y desea volver a su carne original. A lo lejos, se esperaba a sí mismo.

En ella los cambios obraron de una manera totalmente diferente. El silencio la mataba lentamente. No hubo fuego que sobreviviera a su necesidad de calor ni páginas que resistieran el embate de su dolor. Al no encontrar consuelo en las palabras, lo buscó en el escenario. Invocó con secretos cánticos a una corte de espectadores. Poetas, escritores, músicos, charlatanes y pintores. Todos ellos fueron el coro que acompañó un indefinido réquiem. Ella no podía sobrevivir con ese muro de hielo que lentamente los separaba; él en una realidad suspendida y ella en una suspendida realidad.

Al cabo terminó habiendo un mar entre los dos, casi un destierro incidental. Cuando el aire se terminaba dentro de los altos muros de piedra, él tomó algunos cuadernos, sus hojas más queridas. Se despidió de sí mismo dentro del lugar. Tocó por última vez las piedras, las maderas y los vidrios que se cimbraron al tacto. Vistió una capa y se hizo a la tormenta de hielo sin mirar atrás. Escuchó gritos y sintió tirones en las venas que lo obligaban a dar media vuelta, pero se arrancó el corazón con la mano desnuda y lo dejó entre las flores cristalizadas. El aire helado inundó sus pulmones y cicatrizó de inmediato la herida con esquirlas violáceas.

Solo y así, en algún momento, dejó de tener frío.