28.5.10

Arlequín


lo ató y amordazó. Después y con toda calma, revisó todas las posibilidades que había en la caja de herramientas.

1.5.10

Fée Verte


Escribió puro lugar común, para pasar desapercibido. Se encontró en todos esos lugares a la misma gitana, aspirando el humo de su pipa de cristal y observándolo detrás de las pupilas. Él quiso seguir el juego y dejo caer uno de sus anillos sobre una fuente de ajenjo. Sucedieron algunos días y algunas horas. Pretendió que la caza seguía, que era un estratagema como sólo saben algunas que sólo dejan el rastro en los dobleces imperceptibles de una cama de papel.

Esperó hasta que la arena del reloj hundió hasta el cuello su cordura, hasta que los suspiros dejaron su aire como una región árida de algún mar seco; siguió el pulso del tiempo con la paciencia con la que se habría dejado degollar con un alfiler. No sabía su nombre, pero no le hizo falta para llamarla en sueños y para despertar soñándola, con una sonrisa burlona. Lo sabía, pensaba, sabía que la suerte estaba echada en favor de su tóxico mirar.

Recorrió los lugares comunes de nuevo, siguiendo las trazas de su olor silvestre, metió las manos en el vientre de muchas flores antes de encontrar una sola que le dijera su rastro y le rogara que la dejara en paz, que no se suicidara. Pero él no pudo dejar la danza macabra, el juego era un puzzle que sólo tenía dos alternativas y cualquiera de las dos lo obligaba a abandonar.

Algo dijo de gritar hasta la ceguera, pero nadie lo esuchó, y fue una lástima, porque podría haberlo tomado por los hombros y devolverlo a la realidad. Desmembró ángeles hasta que los hizo callar de angustia y los sacrificó dentro de una caldera. El humo tomó la forma de una cabeza de grifo que le habló en el idioma de los muertos y le dio las instrucciones que abrirían los ojos de la gitana. Mientras escuchaba cada detalle iba sabiendo que no había marcha atrás, pero no era su decisión, sino la del protector de la sangre despierta.

Tomó en sus manos un nuevo anillo incsrustado con cristales apagados y lo colocó apenas en la punta de su dedo. Trastabilló, inhaló aire como un condenado a muerte y atravesó sus lugares comunes, sin mirar atrás, con un dolor pungente a cada contacto con el suelo. El olor se enroscaba en su nariz, se le metía por debajo de la piel, le susurraba al oído con palabras lamidas por el mismo infierno, le obligaba a caer de rodillas y pedir piedad. Pero se desgarró la piel mientras andaba hasta que el dolor lo hizo sordo. La miró. Cerró los ojos. Caminó lejos de ella, como si nunca la hubiera visto. Le dio la espalda y caminó siendo consciente de cada cosa que sucedía a su alrededor, con una celeridad aplcada, atorada en los pliegues de la ropa.

En algún lugar, ella tiró un anillo en una fuente de ajenjo.