19.6.11

2. Nachtschatten


Se sentó sobre una roca, con el río a sus pies. El agua fría calmó un poco sus cansados músculos y tuvo una sensación parecida a la paz. En el camino se cruzó con algunos cortesanos que se dirigían a donde ya sabía. Sin duda ella tenía un llamado poderoso, que traspasaba fronteras. No demoró su viaje y en menos de media luna estaba ya cerca de la naciente del río.

En el camino se encontró con un brujo anciano. Era brujo y nunca pudo convertirse en sabio. Tenía talento, indudablemente, pero su forma de vida tan disoluta lo mantuvo alejado de otra cosa que no fuera un poco la magia cotidiana. Algunas canciones, leyendas, poemas y sobre todo historias componían su manera muy particular de enfrentarse a los demonios propios y ajenos. Ambos parecían no tener rumbo y por ello resultó casi obvio seguir juntos en el camino. Cuando el brujo supo la historia del Lobo rió un poco con esa voz de tenor que acompañaba a sus más sentidos consejos y algo le dijo en el oído sobre el destino y cosas peores.

El brujo dormía envuelto en su gruesa piel de oso en esos momentos y el invierno parecía quedarse dormido también, a ratos, entre estertores. Lobo se echó a andar entre las largos huesos del bosque con la esperanza de encontrar algo para comer y algo para encender fuego. Cuando volvió donde el brujo, este ya hablaba animadamente con un pequeño armiño con el pelo extraordinariamente largo.

No supo qué le impresionó del armiño, pero pronto se dio cuenta que era su voz. Era la voz que uno esperaría que tuviera la madera de un cedro, si estos hablaran; o la que probablemente tendría la niebla de otoño. Casi podía sentirse el espeso de esa voz, dijera lo que dijera. Cuando el brujo se percató de la llegada del Lobo, ambos lo vieron con mirada cómplice y lo invitaron a estar con ellos.

El armiño era, según el brujo, otro ser animado por una suerte de destino. Lo único que no toleraba era que le recordaran que era un armiño. Hablaron largo y tendido de cosas que Lobo no entendía y de un pasado que bien podría pertenecer a otra vida. En todo caso Lobo se alejó poco a poco mientras el sol meridiano seguía su carrera hasta acostarse entre los picos de la lejanía y al final se dedicó a lo que había abandonado desde su salida. Aprestó los lápices y los frascos de tinta, y extendió los caminos de piedra desde las plantas de sus pies desnudos hasta sus manos, como si el camino tomara posesión de su cuerpo. Poco a poco las sombras más sutiles empezaron a tornarse violentas e incluso ferales. Cientos de ojos comenzaron a poblar el papel y al cabo -no supo él en qué momento- invadieron el aire respirable, y los ruidos y hasta el frío. Hubiera querido gritar, pero lo mantuvo alerta la necesidad de excavar la profundidad de un negro que no podía ser más obscuro.

Se detuvo en seco cuando encontró la mirada que lo acechaba, desde las sombras de una saliente de roca. Era el armiño enroscado en sí mismo. Lobo no se dio cuenta que el tiempo había arrastrado a la luna ya a su cenit y hasta ese momento sintió el dolor en su espalda y el ardor en los ojos. El armiño se acercó sin decir palabra y restregó su piel contra las cicatrices del Lobo. Esa noche, como cuando estaba vivo, Lobo soñó.

En sueños volvía el otoño completamente desnudo y con su suave sudor de temprana muerte. Él incluso volvía a ser él, y bajo su piel la corriente lo guiaba como una brújula líquida. Soñó una vida entera que se deshiló durante la breve hipnosis de la noche. Cuando volvió en si, tuvo mucha sed. Bebió hasta terminarse el río, pero siguió sintiendo una aridez salina que no pudo consolar con frutos ni con la nieve acumulada al pie de los árboles. Sólo la lluvia tuvo piedad de él y empapó su cuerpo y su alma. Era hora, se dijo, de continuar. El armiño desapareció sin dejar otra huella que su olor maderado. Las últimas estrellas matutinas se fundieron sobre el horizonte al tiempo que cerraba las correas del cuaderno y se marchaba, de nuevo sin mirar atrás.

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