12.6.11

1. Schweigen


Fue cuando las aves declinaron las alas contra el viento y el agua se cristalizó en las venas de la tierra. Incluso los olores quedaron bajo un delgado manto de cristal. La música murió de congelamiento. En los pianos, las cuerdas se volvieron finos cristales que cedieron sus últimos alientos en voz de grito. Fue un beso aquel invierno. Uno tan sensual como sólo la muerte puede provocarlos.

Fue, en realidad, el invierno quien todo lo comenzó.

Ambos eran jóvenes, lo suficiente para nadar en el lago helado o hacer cabalgatas nocturnas sin graves consecuencias. Pero incluso ellos tuvieron que retroceder poco a poco ante las uñas del hielo. El frío, el silencio, y la humedad comenzaron a engendrar silenciosas cicatrices en ellos. El hielo y la nieve bloquearon las ventanas hasta sumir todo en una oscuridad casi completa, apenas arañada por velas intermitentes. El aroma de la muerte se introdujo por las venas de ambos, de una forma suave, como entra el sueño en las noches largas.

Los ojos de él empezaron a desacostumbrarse a la luz y, en cambio, acostumbró sus manos a la oscuridad. Lo que no veía con sus ojos lo escribía con las manos. Apoyado de una vela, papel y tinta empezó a extender el territorio de sus sueños a una intricada geografía de cuadernos, palabras y signos que casi respiraban. Su propia voz quedaba escondida entre las hojas y poco a poco dejó de hablar. En cierta medida, estaba dibujando una prisión desde dentro, donde era más fácil estar que en el exterior. Al cabo la locura le trazó líneas en la espalda, en la mirada y un mapa lunar en el pecho.

A lo lejos, las ventiscas sólo traían consigo algunos aullidos desesperados, única evidencia de una luna que debía existir arriba, más allá de los grises fantasmas celestes. Las voces lobunas fueron poblando las páginas de sus dibujos y comenzó a soñar desenfrenadamente con una hermandad tácita, primitiva y real.

Comenzó una compleja metamorfosis. No se trataba de licantropía, sino de antropolicandría. El lobo que se humaniza y desea volver a su carne original. A lo lejos, se esperaba a sí mismo.

En ella los cambios obraron de una manera totalmente diferente. El silencio la mataba lentamente. No hubo fuego que sobreviviera a su necesidad de calor ni páginas que resistieran el embate de su dolor. Al no encontrar consuelo en las palabras, lo buscó en el escenario. Invocó con secretos cánticos a una corte de espectadores. Poetas, escritores, músicos, charlatanes y pintores. Todos ellos fueron el coro que acompañó un indefinido réquiem. Ella no podía sobrevivir con ese muro de hielo que lentamente los separaba; él en una realidad suspendida y ella en una suspendida realidad.

Al cabo terminó habiendo un mar entre los dos, casi un destierro incidental. Cuando el aire se terminaba dentro de los altos muros de piedra, él tomó algunos cuadernos, sus hojas más queridas. Se despidió de sí mismo dentro del lugar. Tocó por última vez las piedras, las maderas y los vidrios que se cimbraron al tacto. Vistió una capa y se hizo a la tormenta de hielo sin mirar atrás. Escuchó gritos y sintió tirones en las venas que lo obligaban a dar media vuelta, pero se arrancó el corazón con la mano desnuda y lo dejó entre las flores cristalizadas. El aire helado inundó sus pulmones y cicatrizó de inmediato la herida con esquirlas violáceas.

Solo y así, en algún momento, dejó de tener frío.

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