2.7.11

Ecce homo


Estoy muerto.
Tengo mucho tiempo muerto. Tu no me crees porque me estás viendo, crees que estás viendo unos ojos que llevan mucho tiempo dormidos y crees que ves incluso el triste sueño que los alcanza. Tu no me crees porque la muerte es una realidad ajena a ti y a tus alas y a tu tiempo y a las hojas de tus dedos. No me crees, pero esta muerte empezó aquí mismo, en mis ojos. Comenzó con una niebla que fue haciéndoles una cáscara dura hasta convertirse en dos pedruscos, en dos conchas vacías por donde se filtraban hasta las palabras y que ya no tenían las ganas de llorar de tristeza. Después se derramó la engañosamente tibia muerte hasta las cuerdas de mi voz, y las quemó una por una, mientras las estiraba como las patas de los insectos. Las enrolló en los huesos cervicales y asfixió mi equilibrio. Sentí cómo escurría luego por fuera de mi boca, secando al instante mis labios como pétalos marchitos, con su intenso sabor a tiza. Lo siguiente que murió fueron mis manos. Todavía se aferraron al bastión que eran mis dedos hasta que se volvieron polvo con el polvo y dejaron de caminar como arañas entre otros esqueletos menos desacostumbrados a ser esqueletos. De lo que vino en adelante poco supe. No me interesó el cosquilleo seco en el vientre ni la súbita comezón en las grietas de mi espalda. Ni siquiera el eco rotundo del sexo en el atardecer más temprano. Cuando quise volver a respirar pensé "a ver cuánto dura esta lluvia", y ha venido durando algún tiempo, ha venido siendo como un puente tendido desde la esquina más lejana de esta habitación del tiempo...

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